Cuando Olivia llegó al mundo me sentía en las nubes pero no podía asimilar que ya no vivía dentro de mi cuerpo, después de todo habíamos sido inseparables por nueve meses.
 
Los primeros días en casa fueron muy duros porque yo no paraba de llorar. Era muy contradictorio saber que mis dos hijos estaban sanos, estar junto a mi esposo, mi familia y sentirme profundamente triste, me daba mucha vergüenza.
 
Hablé con mi doctor y me dijo que era perfectamente normal y que en una o dos semanas iba a estar bien. Únicamente tenía que estar pendiente de que esta tristeza no me impidiera realizar tareas de la vida cotidiana tan simples como alimentarme o bañarme. 
 
Poco a poco me iba sintiendo mejor emocionalmente y más capaz como mamá de dos.
 
Usar el rebozo fue maravilloso porque podíamos estar juntas y más cerca, su temperatura se regulaba, comía muy bien y dormía mejor. 
 
Era algo que disfrutaba ella y necesitaba yo.