Semana 1. Cambio de planes. nos íbamos a reunir con nuestra familia para celebrar una boda y pasar juntos las vacaciones, pero decidimos no volar.

Estábamos tristes, pero pensábamos que era lo mejor.

Fuimos a una fiesta infantil y después no salimos más.

Semana 2. El regalo. estábamos en casa todos juntos, después de varios meses súper ajetreados por fin estábamos tranquilos.

No había escuela, trabajo, ni terapia, y todavía teníamos ayuda en casa.

Era como una especie de vacaciones, sin deberes, sin horarios.

Semana 3. La locura. nos empezamos a preguntar qué iba a suceder con nuestro trabajo, con nuestros ingresos.

Fueron días muy tristes y llenos de incertidumbre, en los que nos imaginábamos los peores escenarios y un montón de soluciones para salir adelante.

Nos quedamos solos. Las señoras que nos ayudaban se fueron con sus familias.

Todo va ir bien, me repetía en mi mente y sentía que teniendo a mi familia no me faltaba nada.

Semana 4. La realidad. El país se lo empieza a tomar en serio, para nosotros es momento de retomar nuestras actividades a través de las pantallas.

De jugar nuevos roles, encargarnos de la casa, hacer de nuestro comedor la escuela y de la sala un espacio para la terapia.

Los niños extrañan a sus abuelos, a sus amigos, y salir a tomar helados.

Ya aprendieron a lavarse las manos cual cirujanos, ayudar en casa y a divertirse entre hermanos.

Mi esposo y yo dejamos de comprar cosas que no necesitamos.

Empezamos aprovechar toda la comida del refrigerador.

Encontramos el gusto por cocinar nuevas recetas.

Comenzamos a hacer ejercicio para no volvernos locos.

Ahora somos sinceros cuando la estamos pasando mal, cuando nos sentimos raros o es un mal día.

Nos enojamos y también nos apoyamos cuando llega el cansancio o las tareas nos rebasan.

Nos calmamos entre nosotros cuando estamos por explotar, gritamos mucho o cuando regañamos a los niños sin razón.

Hoy más que nunca nos sostenemos el uno al otro con la esperanza de estarlo haciendo bien y que mañana puede ser mejor.